La aprobación de la Política Nacional de Cultura es una gran noticia. Fortalecerá la institucionalidad del Ministerio de Cultura, que en un país tan rico en bienes culturales como el Perú, debería tener un rol estratégico en el desarrollo nacional. Es recomendable leerla, pues en parte es un compendio de nuestro país. Compila data muy interesante que muestra la diversidad y complejidad del sector, así como también su gran potencial. Por otro lado, es muy útil para identificar fundamentos o conceptos que son contradictorios y que requieren revisión.
Por ejemplo, en el diagnóstico de la Política Nacional de Cultura (p. 34) se sostiene que “el patrimonio cultural nunca debe privatizarse ni generar exclusiones. Es un bien común, una propiedad de la Nación, que debe ser conocido, identificado y valorado por todos y todas”.
Esta afirmación es un sofisma. En el mejor de los casos revela confusiones conceptuales que no deberían de tener espacio en la política cultural de un país moderno y democrático. En lo jurídico, ignora que la Constitución y la ley reconocen y garantizan que ciertos bienes culturales son de propiedad privada. Es decir, no debe entenderse que el patrimonio cultural sea sinónimo de propiedad estatal o de bien público. Ignora también que el derecho de propiedad no es un derecho absoluto y su ejercicio se encuentra limitado por la ley y el bien común.
Es quizás por esta confusión conceptual que la política aprobada no vea necesario incluir data sobre los bienes culturales en función de su propiedad pública o privada. Se estima que el 90% de los monumentos históricos serían de propiedad privada. Confirmar esta data es clave para que las políticas públicas visibilicen la asimetría entre las cargas y los beneficios que la ley les impone a los propietarios de inmuebles culturales. En mi opinión, cotidianamente somos testigos de los efectos negativos de dicha asimetría. Un reciente caso lamentable fue el colapso, en el mes de marzo, del monumento histórico de propiedad privada denominado El Buque en Barrios Altos.
En lo económico, se ignora que la exclusión en el uso de un recurso puede ser positiva para su sostenibilidad. Como lo postula Garrett Hardin en su Tragedia de los Comunes, un recurso limitado se agotará si todos pueden usarlo sin que nadie pueda excluir a los demás. Lo positivo del derecho a excluir radica en que fomenta internalizar las externalidades negativas que su uso sostenible requiere.
En términos de conservación del patrimonio cultural, la exclusión juega un rol fundamental. Sin ella, no se podría aprobar la capacidad de carga de Machu Picchu o establecer un horario de visitas y ticket de ingreso a un museo o monumento, para financiar sus actividades, por ejemplo.
Esa afirmación también niega la realidad, pues existen muchos casos exitosos en los que el sector privado promueve la conservación del patrimonio cultural. Sea con fines comerciales o sin afán de lucro, muchos bienes del patrimonio cultural de la Nación se encuentran adecuadamente preservados y visitados, gracias a la inversión y participación de ciudadanos, instituciones y empresas privadas. Estos casos evidencian que la inversión y participación privada son perfectamente compatibles con la conservación y beneficio público del patrimonio cultural.
El Covid-19 nos ha enseñado a la fuerza que el Estado y el sector privado deben trabajar juntos. Ojalá que la buena noticia de la nueva Política Nacional de Cultura sirva de impulso para diseñar políticas públicas que dejen de percibir al sector privado y al patrimonio cultural como incompatibles. En cambio, debería incentivarse una mayor participación e inversión del sector privado en su gestión y conservación.
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