Sincronicidad y friaje

Todos experimentamos sucesos increíbles o asombrosos alguna vez a lo largo de la vida. En 1999, el escritor Paul Auster, mientras estaba de invitado en un programa de la emisora de radio estadounidense NPR, tuvo la idea de pedir a los oyentes que le enviaran historias reales extraordinarias de sus propias vidas. No se imaginaba que en respuesta recibiría una avalancha de relatos sobre coincidencias increíbles, encuentros milagrosos, situaciones en que la muerte había pasado rozando, premoniciones cumplidas, etc. Auster reunió y editó esas historias en un libro titulado “Creía que mi padre era Dios”. Si hubiese respondido al llamado de Auster, posiblemente le habría enviado la historia que les voy a relatar
.
Desde que me mudé a Nueva York, en 1989, viajé a Lima todos los años. Programaba mi viaje anual para el verano del hemisferio meridional con el fin de matar así dos pájaros de un tiro: visitar a mis padres y hacer un paréntesis en las semanas más crudas del invierno neoyorquino. Siempre he evitado el invierno limeño porque me sienta mal, al cuerpo y al espíritu, pero en 2017 decidí viajar a Lima en julio para celebrar el centenario de mis padres. Llegué con suficiente antelación para encargarme de los preparativos de la fiesta. No tenía ningún otro plan aparte de ese. Sin embargo, a mi llegada, una serie de acontecimientos me encauzaron hacia una experiencia extraordinaria y totalmente inesperada.

Por las tardes, la sala de la televisión en casa de mis padres se convertía en un lugar en el que cualquier persona oyente corría el peligro de quedarse sorda en pocos minutos. Por eso y porque para someterme a una tarde de “Esto es guerra” primero tendrían que ponerme una camisa de fuerza y abrirme los ojos con pinzas, como a Alex de “La Naranja Mecánica”, en casa de mis padres solo veía la televisión desde una distancia prudencial y por el rabillo del ojo. A los pocos días de haber llegado a Lima, oí desde la cocina que anunciaban un informe sobre el “friaje”. Me avergüenza admitirlo pero nunca antes había escuchado esa palabra. Por curiosidad, me fui acercando al televisor para ver qué era eso del “friaje”. Una dramática narración sobre el fenómeno que estaba azotando Puno acompañaba a unas imágenes desgarradoras: niños ateridos andando descalzos sobre el hielo; una pareja de ancianos bañados en lágrimas mostrando sus ovejas muertas sobre la nieve; el techo de una casa en la que una mujer amamantaba a su bebé a punto de ceder bajo el peso de la nevada. Lo que vi me conmovió. Quería saber más pero en ese momento no había nadie que pudiese responder a mis preguntas. Sin poder racionalizar esa tragedia y con el corazón en un puño, me fui a dormir.

A la mañana siguiente, los preparativos para la celebración del centenario de mis padres volvieron a ocupar toda mi atención. Por la tarde, pasaba por la casa de mi hermano y paré a saludar. Él estaba con un amigo que había ido a visitarlo. El amigo y yo entablamos una conversación convencional para esas circunstancias, sobre el trabajo y la familia. Mencionó que su hijo se dedicaba a la venta de frazadas al por mayor. No nos detuvimos en el tema pero en ese instante tuve una corazonada y el dato quedó registrado en mi memoria.

Al día siguiente, cuando llegué a casa de mi madre, ella me contó que esa mañana había ido a verla una ahijada que no la había visitado en mucho tiempo. Mi madre la había felicitado porque a su marido lo acababan de elegir congresista por Puno. No solía prestar mucha atención a lo que contaba mi madre sobre sus visitantes, pero esta vez mi intuición me llevó a estar más atenta que de costumbre.

Esa noche, al acostarme, por fin confluyeron en mi mente el informe sobre el friaje, el mayorista de frazadas y el congresista de Puno. Esa cadena de sucesos sin aparente importancia ni conexión se transformó de pronto en una epifanía: un acuse de recibo de un mensaje por descifrar, un momento de profundo regocijo en el que el significado fluía indetenible hacia mí. Luego, como si el propio mensaje me apremiara a actuar para desentrañarlo, me invadió una sensación de desasosiego que me quitó el sueño y que persistió más allá de la noche de desvelo.

La experiencia de la coincidencia es tan corriente y universal que nadie le atribuye mayor importancia. Pero cuando los sucesos concurrentes no están vinculados por la ley de causa y efecto sino que están unidos por un cordón invisible de significado, la coincidencia se convierte en una “sincronicidad”. Hay numerosas teorías sobre este tipo de coincidencias, teorías que no pertenecen al ámbito de lo esotérico sino más bien al de la ciencia, en particular la física cuántica. Sin entrar en ese terreno, solo añadiré que el término “sincronicidad” fue utilizado por el pensador y psicólogo Carl Jung para aludir a una conexión sin causa obvia que vincula un estado psíquico interno con un acontecimiento externo, de tal manera que tiene un significado intrínseco para la persona que la experimenta. En el espacio de la sincronicidad, se tiende un puente entre mente y materia, las fronteras entre lo subjetivo y lo objetivo se disuelven y nos sentimos parte de un todo mucho mayor. Son momentos delicados y sutiles y, como tales, pueden pasar desapercibidos a quienes están muy enfrascados en una rutina estructurada. Suelen precipitar un cambio profundo en la persona que los experimenta, al ofrecerle una pista, una perspectiva privilegiada o un “insight” para salir de un problema o un punto muerto, por eso a menudo se presentan en circunstancias de transición, crisis o estancamiento en la vida de la persona. Y ese era mi caso en ese momento. Había pasado un año desde mi jubilación y todavía seguía paralizada por mis sentimientos de apego a lo habitual y temor a lo nuevo. Había deseado tanto dejar atrás la rutina de trabajo que jamás imaginé que jubilarme me sacaría de mi eje. Me sentía desgajada del mundo y, al igual que un buey de labranza al que le quitan el yugo y vuelve a los surcos por la fuerza de la costumbre, procuré seguir trabajando lo más que pude con contratos temporales. Todas mis ilusiones empezaban a desvanecerse.

Debo confesar que antes no había tenido ningún interés en ir a Puno, posiblemente debido a mis prejuicios de que el altiplano, además de muy alto, era monótono y demasiado frío, y de que su gente era huraña y triste. Creía que allí no había nada que justificara tener que sufrir varios días de soroche. No obstante, me dejé llevar por mi intuición y empecé a tirar de la madeja. Llamé a la ahijada de mi madre y le comenté mi idea de ir a Puno para llevar ayuda a alguna comunidad especialmente afectada por el friaje. Le pedí que intercediera con su esposo, el congresista, para que me pusiera en contacto con alguien que pudiese asistirme en esa tarea. Así, a través de ellos, obtuve el teléfono de un párroco de Juliaca. Cuando llamé, me atendió el hermano Edwin. Dijo que estaba al corriente de mis intenciones y que podría ayudarme. Ese mismo día, llamé al mayorista de frazadas para pedirle información sobre precios con el envío incluido. Cuando volví a hablar con el hermano Edwin, él se ofreció a recoger las frazadas de la agencia y me propuso destinarlas a las internas del penal de mujeres de Lampa. Me explicó que las internas estaban pasando penurias porque en ese penal las condiciones eran precarias y el frío era intenso. Además, había bebés que vivían allí con sus madres. Ese mismo día quedaron confirmadas las fechas de envío y llegada del cargamento.

Al día siguiente tomé el primer vuelo a Juliaca. Sabía que en hora y media subiría a más de 3.800 metros sobre el nivel del mar y, por experiencia, también sabía que era muy probable que la altura me afectara y que debía darme un tiempo para aclimatarme. Por ese motivo, programé la visita al penal para dos días después de mi llegada. Al bajar del avión, levanté la mirada hacia ese cielo límpido y azul, y aspiré una bocanada de aire. Se sentía tan puro que pensé que quizás esta vez la altura no me afectaría, pero apenas di unos pasos, sentí como si me hubiese cargado un gran saco de papas sobre los hombros. En el hotel, tomé varias tazas de mate de coca y me acosté. Dormí hasta entrada la tarde. Luego, con dolor de cabeza y un poco de temor al soroche, salí a la calle. Respiraba como si llevara puesta una pesada escafandra y anduve, como un buzo en el fondo del mar, por un paseo peatonal del centro de Puno. Tomé medio caldo de pollo y regresé al hotel.

A la mañana siguiente, seguía con dolor de cabeza y me preocupaba que en 24 horas tendría que ir a entregar las frazadas en esas condiciones. Pedí que me dieran un poco de oxígeno. El hermano Edwin pasó a verme al hotel para coordinar. Era un hombre alto y fornido, que sonreía con toda la cara y, desde que lo vi, me inspiró entusiasmo y mucha confianza. Quedamos en que pasaría por mí al día siguiente, después de recoger las frazadas de la agencia. Él ya había hecho las coordinaciones del caso con las autoridades del penal. Ese día paseé un poco más por el centro de Puno. Había una banda de música en el atrio de la iglesia de San Juan Bautista, que es donde está la Virgen de la Candelaria. Entré para verla pero la urna estaba vacía. Unas señoras me informaron del paradero de la virgen. Se la habían llevado para cambiarle el vestido porque pronto se celebraría su fiesta y la traerían de vuelta más o menos en una hora. Hacía mucho frío dentro de la iglesia, pero me quedé a esperar. Valió la pena porque pude ver a la patrona de Puno en todo su esplendor, estrenando vestido de fiesta. Esta vez, me tomé el caldo de pollo entero antes de volver al hotel para seguir con mi régimen de mate de coca y oxígeno, con la esperanza de superar el soroche en las horas que me quedaban antes de partir a Lampa. En mis dos primeros días en Puno leí sobre el friaje. Por lo que alcancé a leer, entendí desde el principio que ese viaje sería de búsqueda personal, porque hacía falta muchísimo más que abrigo para ser realmente de ayuda.

El tercer día, el hermano Edwin pasó por mí puntualmente en una combi algo destartalada. Había reclutado a tres feligreses para que nos dieran una mano. Partimos rumbo a Lampa los tres voluntarios —Martín, Andrés y Juan— el hermano Edwin al volante, y yo de copilota. En el camino, el hermano Edwin me explicó que en el penal había internas que tenían más recursos que otras. Muchas internas recibían visitas y ayuda de sus familiares, pero había algunas, sobre todo las que no eran locales, que no recibían ningún apoyo. Me sugirió que les diéramos más frazadas a estas últimas, en lugar de darlas a las que tenían de sobra. No acepté su sugerencia, ya que pensaba que a mí no me correspondía hacer esas distinciones. Él no insistió. Llegamos al penal poco después de las 11 de la mañana. La directora salió a recibirnos al portón. Era más joven de lo que había imaginado. Tenía una expresión adusta, pero a medida que la fui tratando me pareció amable y muy correcta. Nos explicó el procedimiento. Los guardias revisarían primero las frazadas, una por una, y luego nos registrarían a nosotros. Estaba prohibido entrar al penal con móviles, por lo que tendríamos que dejarlos en la entrada. Al ver a los voluntarios descargando las frazadas de la camioneta, pude apreciar que el volumen y el peso de las frazadas eran enormes y que, sin la ayuda de esas personas, que aparecieron como caídas del cielo, jamás hubiera podido llevar a cabo esa operación. Cuando por fin entramos al edificio, la directora del penal me adelantó que, por razones de seguridad, las internas tendrían que permanecer sentadas en el perímetro del patio interior y que tendría que ser yo la que se acercara a ellas para entregar las frazadas.

El edificio del penal es bastante antiguo. La fachada es de piedra al igual que el resto del edificio pero, al estar más expuesta al sol, ha adquirido una bella patina de tonos de amarillo y rosa. Hay una placa en la que se indica el año de su inauguración, 1954. Al pasar adentro, se puede apreciar que los muros tienen casi medio metro de grosor. En las temporadas de friaje, el edificio se convierte en una congeladora. Además, adolece de deficiencias en las instalaciones de agua y luz. Puesto que, desde que se construyó, estuvo destinado a servir de establecimiento penitenciario, inicialmente para delincuentes varones de alta peligrosidad, constaté que tenía pocas fuentes de luz natural en los ambientes interiores, incluso en las salas donde se albergaba a los niños. A la sombra, aun cuando el sol estaba en lo más alto, hacía un frío siberiano. Encima, es una de las cárceles más hacinadas del país. Con capacidad para 44 internas, cuando la visité albergaba a 150 (y en 2018 a 188).

Las internas ya estaban sentadas en bancas de poca altura alrededor de un gran patio rectangular. En el corazón de esa cárcel, que hacía pocos días ni siquiera sabía que existía, me sentí llena de entusiasmo y de propósito. También contribuyó no haberme enterado de que estaba a casi 4000 metros sobre el nivel del mar. El sol de mediodía a esa altitud es tan intenso que parece calar la carne. Todas las internas vestían de civil y llevaban sombreros andinos de fieltro o sombreros de drill. Mientras los voluntarios hacían una pila con las frazadas en el patio, la directora se dirigió a las internas, presentándome y explicándoles que yo pasaría a entregarles una frazada a cada una y luego otras cosas para los niños. El hermano Edwin tomó luego la palabra. En su discurso, habló sobre el encuentro de la Virgen María con su prima Isabel y, haciendo gala de su dominio de la parábola, dijo, para mi asombro, que, así como María había acudido a Isabel e Isabel había acogido a María, ahora esta Isabel las ayudaba a ellas, y luego, con un hábil giro, añadió: “Todas ustedes también pueden ser ‘Isabeles’, si las que más tienen entre ustedes ceden sus frazadas a las que menos tienen”.

El hermano Edwin me iba pasando, una por una, las frazadas de la pila, yo me acercaba a cada interna y le entregaba la frazada, luego me agachaba para abrazarla y besarla. Cuando iba más o menos por la quinta interna, tuve un mareo, empecé a ver luces de colores y trastabillé. Una interna, rompiendo las reglas, corrió hacia mí para sujetarme, se sacó el sombrero y me lo puso. Para ella, lo que me pasaba era que el sol me estaba dando de lleno en la cabeza. Me repuse enseguida, entregué las 150 frazadas y di los correspondientes 150 besos y abrazos.

Según me informaron extraoficialmente, en el momento de mi visita había dos internas que habían sido condenadas por asesinato, pero la mayoría purgaba condenas por delitos no violentos y menores. Muchos de estos casos estaban relacionados con el tráfico de drogas o el contrabando ya que Puno, por su ubicación, estaba expuesto a la delincuencia transfronteriza. No era raro que muchachas jóvenes, por ingenuidad o necesidad, fueran inducidas, mediante engaños o por unos pocos soles, a transportar droga o contrabando a través de la frontera, y fueran a dar a la cárcel de Lampa, a veces con largas condenas. Al entregarles las frazadas, me pareció reconocer a varias de esa categoría, dos de ellas tan jóvenes que parecían niñas. En sus miradas todavía se podía ver candor e inocencia.

Las internas con sus bebés a la espalda o en brazos formaron una fila para recibir la ropa y la leche que también les llevábamos. Me informaron de que las internas con hijos menores de tres años podían solicitar albergue para sus hijos, pero cuando estos cumplían los tres años, debían abandonar el penal y ser entregados a familiares mientras la madre cumplía su condena. De no tener familiares que pudieran hacerse cargo de ellos, eran entregados al sistema público. Una crueldad todavía mayor que la de la realidad que ya les había tocado vivir en sus primeros años. Después me llevaron al wawawasi, que es el ambiente donde albergan a los bebés. Era una sala grande y helada y con poca luz natural. Estaba limpia y decorada con motivos infantiles. Me sobrecogió ver las cunas en ese lugar que, a mis ojos, era inhóspito y desolador, pero que me lo estaban mostrando con orgullo. De hecho, también se notaba el esfuerzo que el personal había puesto para ofrecer las mejores condiciones posibles a los niños. Tal vez por eso era más triste constatar que la carencia crónica de recursos y las condiciones inalterables de ese edificio, concebido para aislar a delincuentes peligrosos, hacían que convertir ese ambiente en un lugar amigable para los niños fuera una tarea imposible.

Al final, la directora anunció que las internas tenían preparada una sorpresa. Cantaron dos canciones. En sus voces, que resonaron en los muros del patio, había una mezcla de alegría y nostalgia. En una parte empezaron a zapatear y a mover sus cuerpos como si estuvieran bailando, pero sin ponerse de pie. Con el zapateo, levantaron una polvareda y esa travesura las hizo reír. Me despedí, prometiendo que volvería.

Al salir de la cárcel, me acerqué al hermano Edwin y le pregunté discretamente cuánto debía darles a los voluntarios para recompensarlos por su ayuda. Dijo enfáticamente que nada, que eran voluntarios y se habían ofrecido para ayudar al prójimo. Les dije entonces que al menos me dejaran invitarlos a almorzar, puesto que no habíamos comido nada desde muy temprano. Como accedieron, les pedí que eligieran el lugar. Se consultaron entre ellos y decidieron: “Vamos adonde Doña Eugenia a comernos un chairito”. Yo pensé que habían elegido el mejor restaurante de Puno. Pero apenas cruzamos a pie la plaza principal de Lampa, se detuvieron frente a una carretilla, saludaron a doña Eugenia y fueron a sentarse bajo un toldo de plástico. Todos pidieron lo mismo, un chairito, que debía ser la especialidad de la casa. De la olla humeante se asomaba una cabeza de cordero. Después de vacilar por unos segundos, avergonzada, les dije que yo todavía no me sentía bien y que solo tomaría una gaseosa. El hermano Edwin se paró y desapareció sin decir palabra. A los pocos minutos volvió con una bolsa con varios panes andinos. Me dijo con una sonrisa comprensiva: “Para ti, hermana”. Sentados alrededor de una sencilla mesa a la sombra de la catedral, como si nos conociéramos de toda la vida, los cinco comimos y bromeamos en un espíritu de camaradería que nacía de colaborar para hacer el bien. Luego, nos tomamos unas fotos para el recuerdo frente a la hermosa catedral de Lampa y emprendimos el camino de regreso a Puno.

De mis lecturas aprendí que, estrictamente, el “friaje” se refiere a las caídas bruscas de temperatura en la Amazonía, mientras que a las olas de frío extremo que afectan a las zonas altoandinas se les denomina “heladas”, aunque la palabra “friaje” suele utilizarse para aludir a ambos fenómenos. Cada año, el friaje causa, entre otros daños, la muerte de centenares de niños y ancianos (por infecciones respiratorias), así como la pérdida de decenas de miles de cabezas de ganado, principal sustento de los pueblos del altiplano. El “Plan Multisectorial ante Heladas y Friaje”, que hasta ese año se había publicado anualmente por cinco años consecutivos, era el principal documento sobre las medidas del Gobierno para hacer frente a estos fenómenos devastadores. Descubrí que todos los años se presentaba el mismo texto acompañado de cuadros con datos escuetos sobre las medidas previstas por cada ministerio, como distribución de kits de abrigo, kits pedagógicos, etc. Pero, no contenía información sobre las medidas ejecutadas frente a las previstas ni una evaluación de los resultados. Solo pude obtener datos fragmentarios de otras fuentes. Hallé, por ejemplo, que en 2015 solo se había gastado el 25,9% del presupuesto asignado para hacer frente al friaje y que, de los 228 mil kits de prevención que debían haberse distribuido ese año, solo se entregaron 33 mil (el 14%), debido a problemas de gestión y licitaciones tardías. La oscuridad de los datos oficiales sobre un problema crónico que afecta a la salud, la vida y los medios de subsistencia de millones de peruanos es francamente inaceptable y da pie a sospechar un contubernio interministerial para encubrir la ineptitud del Gobierno. Con respecto a Puno, para provincias como Azángaro, Lampa y Carabaya, donde la temperatura puede descender hasta por debajo de los –20 grados Celsius, cada año se preveían niveles de riesgo “muy alto”, pero los indicadores de daños siguieron aumentando o no variaron. Los expertos coinciden en que el frío no es la causa de los centenares de muertes de niños que se producen cada año en las zonas altoandinas, sino la pobreza y la desnutrición. Coinciden también en que esa situación seguirá empeorando mientras sigan sin abordarse los problemas de fondo, que son la desnutrición y la anemia infantil (27,7% de los niños de las zonas rurales padece de desnutrición crónica y el 53, 3% padece de anemia crónica), la pobreza extrema y la vulnerabilidad de la economía, la precariedad de la vivienda, el aislamiento de las poblaciones y servicios de salud y educación crónicamente deficientes. No obstante, año tras año, los gobiernos central y regional se limitan a tomar medidas reactivas, que siempre resultan insuficientes para reducir los daños.

Además, la falta de transparencia del Gobierno ha contribuido a invisibilizar un problema que debería estar en el centro de la atención de la opinión pública. En general, las poblaciones altoandinas solo se hacen visibles al resto del país cuando se producen conflictos socioambientales y los medios informativos las presentan como conflictivas, intransigentes y un obstáculo para el desarrollo. Los medios, concentrados en el sensacionalismo, distraen en lugar de formar la opinión pública sobre la realidad altoandina y no cumplen su función de fiscalización de la administración pública. Para el Gobierno, la descentralización sigue siendo tan solo una palabra de campaña electoral. Desde su perspectiva neoliberal y centralista, las zonas altoandinas solo merecen su atención en la medida en que su capital natural sea lucrativamente explotable.

El Gobierno debería sentir vergüenza de jactarse de sus logros macroeconómicos, mientras los pueblos rurales altoandinos siguen sumidos en la marginación, la pobreza y el abandono. Insiste en su fetichización del PIB, pese a que en 2019, ya antes de la pandemia, había casi un millón de peruanos en situación de pobreza extrema, o sea pasando hambre (la mayoría de ellos viven en las zonas rurales altoandinas). Sin duda, el Covid-19 agravará aún más esa situación. En 2019 el Plan Multisectorial pasó a ser trienal y, dado que la pandemia de 2020 inevitablemente distorsionará los datos, el Gobierno continuará sin rendir cuentas claras de sus intervenciones para hacer frente al friaje, para las cuales, solo en el primer año del período trienal, 2019, se asignaron cerca de 500 millones de soles. Mientras tanto, informan desde Puno de que parte del personal de las postas médicas que atendían los casos de neumonía en temporada de friaje ha sido llamado a los hospitales de las zonas urbanas para atender los casos de Covid-19 que, a la fecha de escribirse este artículo, ya ascendían a 3469.

En mis últimos días en Puno, me sentí más ligera y llena de energía, recorrí por mi cuenta varios lugares alrededor del lago y navegué en él. En Suasi, subí a la cima de una colina desde la cual se dominaba todo el paisaje circundante. Desde allí, vi el amanecer. La superficie del lago pasó de un discreto satén plateado a una explosión de destellos con tonalidades de gemas: aguamarina, zafiro y cobalto, lapislázuli, esmeralda y turquesa. La ribera, lívida e inmóvil, también se fue despertando hasta recuperar sus amarillos vibrantes. No había ningún otro ser humano a la vista. De pronto, tomé conciencia de que en ese momento nadie en el mundo sabía dónde estaba y probablemente nadie se acordaba de mi existencia. Sin embargo, me sentía más presente que nunca. Por ese momento mi cuerpo dejó de ser una carga y reconocí el bienestar y la plenitud de la felicidad.

Al final, todos mis prejuicios sobre el altiplano se vinieron abajo. Descubrí que, después de un par de días de aclimatación, el altiplano es un lugar que te carga de energía telúrica. Sus paisajes, lejos de ser monocromáticos, como se ven en las fotografías, revelan una paleta maravillosa de amarillos, ocres y azules, que no puede transmitirse en imágenes estáticas porque su belleza está en su dinamismo: el viento de la meseta hace vibrar los llanos, el ichu reverbera en esa atmósfera lumínica que limpia el alma. La inmensidad de la llanura en constante movimiento evoca la de altamar. Es un mundo que cambia dramáticamente con el paso de una nube y el recorrido del sol. Es un paisaje meditativo que respira al compás del universo. Hubiera querido prolongar mi estancia allí para impregnarme de su espiritualidad.

Y contra todo lo que creía sobre el hermetismo y la melancolía de la gente de esos lares, dondequiera que estuve solo encontré amabilidad, generosidad, entusiasmo y calor humano. La resiliencia de la gente del altiplano, la tenacidad con la que lucha por una vida digna y su vínculo de amor a la tierra son admirables.

Estreché en mis brazos al prójimo, encarnado en mujeres que, como yo, eran madres, hijas, hermanas, pero que, por circunstancias y razones que no me atrevería a juzgar, estaban privadas de su libertad en condiciones durísimas. Nos miramos a los ojos y nos reconocimos como pares. También conocí a gente bondadosa, íntegra y altruista, que me enseñó que no hay que tener mucho para dar sin esperar nada a cambio. Esos encuentros se han quedado conmigo como un “botón de reinicio” al que puedo recurrir cuando me entrampo en las fútiles autoexigencias de la rutina moderna y la vida parece perder sentido. Por último, aprendí que cuando acusamos recibo de los mensajes que nos envía el universo, este nos lleva adonde necesitábamos ir. Solo hay que seguir la pista.

El día de mi visita al penal de Lampa, como no estaba permitido entrar con el móvil, la directora, Gladys Quispe, me ofreció tomar algunas fotos y enviármelas por email. Dos de ellas ilustran este artículo. Hace unos días, la contacté por teléfono. Fue muy amable. Me puso al corriente de las novedades del penal y llenó algunas lagunas en mi recuerdo de ese día. Ella es mi amiga de Facebook, así como también el hermano Edwin Poire, con quien me comunico periódicamente. Admiro mucho la labor que él y el hermano Luis Zambrano, de la Parroquia del Pueblo de Dios de Juliaca, realizan en favor de los más necesitados de su comunidad. En esta época de heladas y de pandemia, no se dan abasto para ayudar a las familias que están sufriendo las consecuencias de las temperaturas severas, la enfermedad y la pérdida de sus medios de subsistencia.

Foto: Lampadia.com

Isabel Blondet
Isabel Blondet
Ha trabajado durante 30 años como traductora de las Naciones Unidas y sigue colaborando con esa organización en las sedes de Nueva York y Viena. Estudió en la Facultad de Antropología de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Hizo estudios de posgrado en lingüística aplicada en el Instituto de Lenguas Extranjeras de la Universidad Estatal de Moscú y el Polytechnic School of Central London. Reciclada como curadora de viajes y guía especializada en la Ruta de la Seda, títulos que ella misma se ha adjudicado, ha vivido entre uno y treinta años en las ciudades de Lima, Moscú, Londres, Nueva York y Ginebra. Lleva una vida itinerante, lee en seis idiomas, escribe en tres y cocina con tutoriales de YouTube.

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