Solemos creer que nuestras decisiones surgen siempre de nuestro mundo interior y que no importa dónde o con quién estemos, nuestros valores y actitudes no cambian por las situaciones externas. Sin embargo, la psicología y sociología han encontrado que las situaciones externas tienen una influencia poderosa en nuestras decisiones, más de lo que creemos o estamos dispuestos a admitir. Pensemos en el siguiente ejemplo: si andamos en auto por una avenida transitada y vemos a alguien con el auto malogrado pidiendo ayuda, es posible que pensemos: “debe haber alguien con más tiempo que yo que socorrerá a ese pobre señor». Al saber que hay más personas disponibles, nos desentendemos con menos sentimiento de culpa. Pero si andamos por una trocha en el medio de la nada y vemos a alguien en apuros, quizás sintamos mayor responsabilidad porque si nosotros no ayudamos, quizás nadie lo hará. Lo único que ha cambiado es el contexto: uno donde la responsabilidad se diluye y otro en el que no. Podemos decir que, en cierta medida, el contexto puede hacernos más o menos solidarios, más o menos buenos. Para aquellos que son celosos de su ego, es duro aceptar el poder del contexto. De cualquier forma, en un experimento en los 60s, se simuló con actores una escena de abuso sexual en la calle para ver la respuesta de la gente. En un primer escenario, se escogía un lugar donde había pocas casas, y en otro, se elegía un complejo vecinal tupido. ¿En cuál escenario creen que hubo una respuesta más eficaz para detener el ataque? Efectivamente, hubo más casos de auxilio oportuno en los lugares menos habitados. Probablemente, en el vecindario tupido más de uno pensó: “seguramente alguien más llamará a la policía…”.
Otro aspecto del poder del contexto se da cuando hay caos o descuido. Por ejemplo, en los conciertos masivos las personas botan más basura al suelo que cuando están en un parque bien cuidado, pues en los conciertos hay caos y poca supervisión. Algo similar ocurre cuando el alumbrado público se malogra; se suele observar un aumento de conductas antisociales en la zona, tales como robos, violaciones, o el consumo de alcohol o drogas. Y es que cuando estamos en un lugar poco supervisado, donde nadie vigila ni cuida, solemos comportarnos peor. Existe más disonancia interna y externa cuando echamos basura en un lugar bien cuidado que cuando lo hacemos en uno descuidado. Y al revés, cuando se ponen cámaras en las avenidas, y apenas uno excede la velocidad le cae una multa dolorosa, las personas suelen conducir como angelitos. Un lugar bien cuidado nos mueve a comportarnos bien, y un lugar descuidado puede incentivarnos a hacer una travesura. Me imagino que algunos lectores dirán “¡yo no soy así!”; y quizás sea cierto, es decir, que haya ciudadanos con una ética a prueba de balas. Sin embargo, la estadística demuestra que una buena parte de la población se deja seducir por un contexto caótico.
Esta tendencia la comprobaron dos criminólogos estadounidenses, James Wilson y George Kelling allá por los años 60s. Ellos plantaron un auto deportivo en un barrio bravo en el Bronx de Nueva York, para ver qué ocurría. Cuando el auto estaba bien cuidado, tomaba días en que lo vandalizaran. Pero bastaba que le rompan un vidrio, le hagan unos raspones y abolladuras, para que el auto sea vandalizado y desmantelado en cuestión de horas. ¿Cuál era la diferencia? Un auto descuidado revela que hay menos supervisión, que quizás está abandonado y por lo tanto existe menos riesgo de que alguien denuncie. Este experimento también se hizo en Palo Alto, un barrio de clase media alta en California, y cuando el auto se veía descuidado, también terminaba vandalizado. Es cierto que tomó más tiempo en ser desmantelado que en el Bronx, pero de todos modos el descuido también invitó a conductas antisociales. Es de ahí que llamaron a este fenómeno “la teoría de las ventanas rotas”, la cual tuvo una pegada enorme en los círculos intelectuales de los 70s y 80s. El famoso alcalde de Nueva York, Rudy Giuiliani, aplicó esta teoría en sus políticas para reducir el crimen en la ciudad.
El concepto del poder del contexto puede echar luces sobre los problemas que trae la informalidad en nuestra economía. Y es que es más difícil comportarse mal económicamente, tal como tratar mal a los clientes, estafar, o ser injustos con los trabajadores, si uno es una empresa formal, que si uno es informal. Si inclusive en el comercio formal hay injusticias y abusos, imagínense en los tratos que no están protegidos por la legalidad. La economía informal ofrece menos protección que el comercio formal, y, por tanto, los que se quieren portar mal, lo pueden hacer con menos chances a ser sancionados que si se mueven en la formalidad. La informalidad puede incentivar a los malos actores tales como mafias, contrabandistas, narcotraficantes, y estafadores. Por ejemplo, la minería informal, a pesar de ser más pequeña que la formal, tiene un impacto ambiental negativo mucho mayor que la minería formal (porque el Estado le respira en el cuello).
Es difícil crecer económicamente si es que seguimos con un alto porcentaje de informalidad porque los emprendedores e inversionistas (tanto nacionales como extranjeros) tienen menos incentivos cuando no hay protección legal para su negocio. Si, por ejemplo, los partidos de fútbol profesional no tuvieran árbitros y uno pudiera meter patadas sin ser expulsado, pocos jóvenes talentosos se aventurarían a jugar en ligas profesionales, pues su carrera podría acabar repentinamente con un patadón. Nadie podría planificar un futuro futbolístico así.
Este es un tema complejo, porque después de tantos escándalos de corrupción política, el empresario informal puede legítimamente decir: “¿voy a pagar 30% de mi renta para que se lo robe un político corrupto?”. Y tienen un punto válido. Por un lado, la gente está incentivada a no formalizarse porque no recibe mucho a cambio de sus impuestos y porque políticos corruptos se los roban. Pero por otro lado, el Estado no recibe el ingreso que debería, y no puede ofrecer servicios de calidad. Y en su desesperación por recaudar, termina apretando a los formales que sí pagan impuestos, siendo como un padre que castiga a sus hijos más obedientes. Lo irónico es que muchos informales salen a las calles a protestar contra el Estado por no darles servicios básicos, cuando ellos mismos no contribuyen un centavo. Es como el huevo y la gallina, ¿por dónde comenzamos? ¿cómo salimos de este nudo?
Esto se parece a las situaciones en las que se malogra el semáforo en un cruce. En países desarrollados, la gente sabe que si cada uno se aloca y mete el carro, al final todos pierden porque se atraca el cruce. Se organizan para que pase el de su derecha, uno a la vez, turnándose cada bocacalle, y así evitan un atraco. Pero el peruano piensa: “si no meto el carro, otro me va a cerrar y voy a perder”. Todos piensan lo mismo, se atracan, y todos pierden. Todavía no entendemos que a veces toca ser el primer «tonto» que deja pasar, en la esperanza de tocar las cuerdas interiores de solidaridad de los demás, y que el buen ejemplo contagie civismo. En situaciones como esta, todos deben entender que se necesita un poco de sacrificio personal para que haya bien común. Los peruanos no entendemos todavía que no podemos tener bien común si cada uno anda buscando de manera egoísta su bien personal. Y es fundamental ser constante en el civismo, porque si alguien se aprovecha (ej: mete el carro), se genera una ola de rebeldía o revancha que termina castigando a todo el grupo. El mensaje es que aunque uno no lo crea, el desorden perjudica a todos. Por ir tras un beneficio en el corto plazo, terminamos sacrificando la calidad de salud y educación de nuestros hijos y nietos. Se tiene que romper el círculo vicioso.
Dado que pasar a la formalidad cuesta, nadie va a saltar primero si teme que va a ser el único tonto que se formaliza mientras los competidores siguen vendiendo en negro a un precio imbatible. El Estado tiene que incentivar “mostrando servicio”, haciendo más atractivos los servicios de salud y educación pública. Luego puede poner trabas de acceso a beneficios si es que uno no demuestra estar con arreglo a ley. Por ejemplo, dar préstamos baratos, facilidades para obtener un título de propiedad, acceder a servicios de salud pública premium, tener descuentos en las pensiones educativas, entrar a sorteos de becas en las mejores escuelas, o dar descuentos por número de hijos, solamente para quienes sean formales. Sin un empujoncito de parte del Estado, nadie va a querer formalizarse. Asimismo, el Estado tiene que tener criterio a la hora de cobrar impuestos y saber negociar con la realidad del peruano para no terminar asfixiando al pequeño empresario. Pero también los peruanos tenemos que dejar atrás «la criollada” y empezar a ser más racionales porque si andamos correteando el beneficio de corto plazo, nos quedaremos como un país rico en recursos, pero pobre por la pésima administración de sus ciudadanos.
Quizás toque que seamos la primera generación de “tontos» que se arriesgan a pagar impuestos mientras algunos “vivos» siguen en la clandestinidad. Será tal vez ese el precio, pero si varios nos lanzamos, los informales se irán extinguiendo, y poco a poco se irá generando una ola de contribución para que nuestros nietos reciban un país realmente cambiado. Los políticos tienen que dejar de robar, pero los ciudadanos tenemos que dejar la hipocresía de pedir integridad en la política, cuando nosotros no la tenemos con el Estado. Creo que la pandemia del Covid-19 y la obligación de seguir protocolos rigurosos ha subido el promedio de civismo, a pesar de muchos incumplimientos. Puede ser un buen momento para aprovechar ese impulso y comenzar a cubrir otras áreas como el dejar de tirar basura o de manejar auto como salvajes. Cualquier ámbito donde hay caos, trae problemas éticos. Como señalé líneas arriba, todo comienza con una ventana rota.
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