Una investigación identifica un área que podría influir en que se active mucho más la compasión hacia un individuo que hacia un grupo que necesita ayuda
Es difícil no sentir empatía al ver la foto de Yana cuando detenían a su madre al cruzar la frontera de EE UU. Los humanos estamos equipados con esta herramienta de gran utilidad, la empatía, que nos ha dado una gran ventaja evolutiva. Ponernos en la piel de otro nos motiva para tratar de aliviar su sufrimiento. Por ejemplo, la foto de Yana arrastró una ola de donaciones, como sucedió antes con la muerte de Aylan Kurdi. Esta tendencia a preocuparnos y ayudarnos mutuamente es uno de los pilares de las sociedades humanas. Pero la empatía no se activa siempre, ni por igual. No es justa, ni universal: también es selectiva. En los últimos años, distintos estudios han demostrado que somos más empáticos con gente parecida a nosotros mismos o con una sola persona reconocible frente a un grupo anónimo. Ahora, un experimento ha mostrado que el propio cerebro humano sufre para empatizar con más de una persona a la vez.
El reconocido psicólogo Paul Slovic, uno de los autores del experimento, acuñó hace años junto a Deborah Small el concepto de collapse of compassion, algo así como el derrumbe de la compasión. Según esta teoría, este sentimiento que nos identifica con el sufrimiento de los demás se va desvaneciendo a medida que aumenta el número de víctimas o se difumina su identidad. En uno de sus estudios, le contaban a los participantes las penurias de Rokia, una niña de siete años que vive en Malí. A otro grupo, les explicaban que la hambruna afectaba a tres millones de niños en Malaui y a otros tantos en Zambia, que cuatro millones de angoleños habían tenido que huir de sus hogares y que 11 millones de personas en Etiopía necesitaban alimentos urgentemente. El drama de 21 millones de personas frente al de la pequeña Rokia. Al final del experimento, quienes atendieron a la historia de la niña dieron más del doble de dinero en ayudas que las personas que solo leyeron las cifras sobre el hambre. El derrumbe de la compasión se manifestaba incluso cuando la imagen de la niña iba acompañada de detalles sobre los otros millones de niños tan necesitados como ella: las donaciones eran menores que cuando leían únicamente la historia de la Rokia.
Este colapso no se da únicamente comparando la empatía entre una o millones de personas. En otro de sus trabajos, Slovic y Small realizaban un ejercicio similar mostrando la historia de Rokia sola o junto a la de otro niño necesitado, Moussa. En solitario, Rokia recibía muchas más donaciones que cuando iba en compañía de Moussa. Dos niños con hambre recibían menos que uno solo. La compasión y las ganas de ayudar no crecen al aumentar las víctimas, como cabría esperar, sino que mengua. Estos experimentos se han repetido con distintos escenarios y la tendencia es clara: cuantas más personas requieren ayuda, menos se les entrega. La cifra mágica para la empatía humana es uno.
El equipo de científicos que publica ahora sus hallazgos en Scientific Reports ha identificado una región del cerebro que explicaría cómo se justifica neurobiológicamente nuestra empatía selectiva. Mientras los participantes en el experimento escuchaban veinte historias humanas, los investigadores observaban su actividad cerebral mediante resonancia magnética, poniendo el foco en una región muy concreta (la corteza prefrontal medial), muy ligada a la empatía y a la toma de perspectiva. Las historias que escucharon, algunas neutras y otras negativas, como violaciones, implicaban a una sola persona o a un grupo. El principal hallazgo fue que esta red de empatía del cerebro se activó más intensamente cuando se atendía a una narración sobre una sola persona. Este punto del cerebro humano mostró “una capacidad limitada para ponerse en el lugar de los demás a medida que aumenta el número de personas necesitadas”, concluyen Slovic, de la Universidad de Oregon, y sus colegas. Además, si esa única víctima tiene foto y nombre, es identificable, mucho mejor, como ya demostró el mismo equipo científico comparando la historia de un niño con o sin foto de su cara.
Esta dificultad del cerebro para procesar empatía hacía más de una persona a la vez, alertan los científicos, “puede obstaculizar nuestras respuestas hacia problemas humanitarios a gran escala como las crisis de refugiados o los genocidios”. No solo eso: otros estudios, como este realizado en Israel, notan que se castiga más duramente a quien causa un daño a una sola persona que a quien daña a varias a la vez. La multa que se merece un gestor que descuida la cartera de un solo cliente, de un dentista que ignora a un único paciente, es mucho peor que si se provoca pérdidas o dolores a varios consumidores.
La foto de Aylan Kurdi en la orilla del Mediterráneo provocó que se multiplicaran por 100 las donaciones a la Cruz Roja, cuando los informativos dan noticia de docenas de ahogamientos de refugiados cada semana que no provocan ese aumento de las ayudas. Por eso funcionan tan bien las imágenes de una tragedia personal para retratar una catástrofe en los medios: porque nos ayuda a empatizar con el problema. Desde la madre migrante de la Gran Depresión en 1936, hasta el racismo hacia George Floyd en 2020, pasando por la niña abrasada por el napalm en Vietnam en 1972 o el manifestante que se enfrenta a los tanques en Tiananmenn en 1989, el sufrimiento de millones de humanos se expresa mejor —nos llega mejor— a través de un único rostro.
Lógicamente, los científicos advierten de que no todo está perdido ni está justificado rendirse: descubrir que esa dificultad para empatizar con multitudes “está incorporada en nuestros cerebros no significa que debamos aceptarla como una excusa para actuar pasivamente cuando nos enfrentamos a crisis a gran escala”. A Slovic le preocupa especialmente cómo afecta esto a grandes catástrofes o genocidios en los que sí se puede ayudar. Como expresó Abel Herzberg, superviviente del Holocausto, para reforzar esa escala humana: “No hubo seis millones de judíos asesinados. Hubo un asesinato, seis millones de veces”. Frente a numerosas víctimas, como durante la pandemia de covid, se puede perder la perspectiva. Por eso sería más útil ponerse la mascarilla pensando en proteger a una persona vulnerable conocida —la abuela, el primo enfermo, etc.— que en la humanidad, los españoles o los pucelanos. Mejor pensar en esa enfermera que nos conmovió cuando la vimos llorando en el Telediario que en los sanitarios en general.
Además, nuevos estudios están explorando un matiz importante: no es tanto que tengamos una compasión limitada, sino que lo que nos cuesta es asumir el coste emocional de no ayudar lo suficiente. Pero se ha visto que es posible regular esos sentimientos para ampliarlos hacia un grupo. En otro estudio sobre donaciones caritativas se observó que la gente estaba dispuesta a enviar dinero a una persona que lo necesitara, pero que si sabían que una segunda persona también necesitaba ayuda pero no podían ayudarla, estaban menos inclinados a donar a la primera persona. “Reparar esa necesidad ya no produce tanta satisfacción”, explica Slovic.
Fuente: El País