(Para leerse escuchando al Adagietto de la Quinta Sinfonía, de Gustav Mahler).
El primer indicio apareció súbitamente como si de pronto se desplomase ante sus pies un ave malherida, en un enorme estrépito de alas y graznidos moribundos. Estaba en la estación del tren, esperando abordar ese tan ansiado vagón que lo llevara finalmente de regreso a casa, con el propósito de recuperar la tranquilidad y el sosiego que en los últimos días se desvanecieron de su vida como un castillo de naipes que se derrumba sobre un manto manila de color carmesí arrastrado por el peso de las culpas y las lágrimas furtivas. Mientras estaba sentado en una de las bancas del pasadizo principal de la estación ferroviaria, enfrente suyo, en medio del bullicio de pasajeros deambulando con sus pertenencias de un andén al otro, un hombre desconocido trataba de encontrar respaldo en uno de los muros de mármol de la nave principal del recinto y por más que lo intentó, no pudo impedir que su cuerpo se deslizara por esa pared, como si por allí discurriese una cascada de estremecimientos que empujaba a ese pobre hombre hacia el suelo, desde donde finalmente pudo mirar la cúpula renacentista de la estación como si se tratara del último firmamento que sus ojos verían antes de derrumbarse por completo ante las sombras perpetuas de lo desconocido. El profesor Gustav von Aschenbach miró a su alrededor y por un instante trató de incorporarse, abandonar su banca e ir en ayuda del menesteroso, pero descubrió que el suyo era un impulso solitario en medio de una muchedumbre indolente. Nadie quiso darse cuenta. Tal vez esa sensación de impotencia ante la falta de solidaridad colectiva lo llevó a preguntar, horas más tarde, si esa escena era el presagio de una enorme calamidad que no lograba entender del todo. “Todo es culpa del clima, signore”, le decía el maître del hotel. “Es el siroco que nos enloquece a todos”. Pero a menudo volvían a aparecer ante los ojos del profesor el presagio de días sombríos. Una tarde, mientras deambulaba por las calles empedradas de la vieja ciudad, vio a un obrero rociar con una sustancia blanca y lechosa las baldosas y las piletas del vecindario y pudo ver pegado en los muros un edicto municipal que no entendía del todo, porque estaba escrito en un idioma que no era el suyo. Pero aún así, tuvo valor para preguntarle a un vendedor de periódicos si todo ese despliegue sanitario se debía a algo que él no conocía, pero a pesar de su insistencia, o a lo mejor debido a su inexperiencia en el idioma local, ante todas sus preguntas el hombre se quedaba mudo y miraba hacia otro lado, creyendo tal vez que los nubarrones que miraba cernirse sobre la ciudad también ahuyentarían con la lluvia las preguntas incómodas de los forasteros. El profesor caminaba sin rumbo por esas callejuelas y si bien todo su pensamiento y el súbito entusiasmo senil de sus últimos días de vacaciones estaba depositado en idolatrar la visión del mancebo que lo había conmovido en sus encuentros fortuitos y esporádicos de los últimos días, y aunque su mente se empeñaba en mantener viva la esperanza de poder acariciar en algún momento los largos cabellos rubios de Tatzio, el impúber polaco cuya imagen disolvía en su ser cualquier vestigio de razón y prudencia, Gustav todavía tuvo tiempo para seguir indagando y poder determinar con precisión si esa sensación de ahogo permanente se debía al siroco, a la súbita pasión que en él despertaba ese muchacho o, más bien, a la presencia de algo enteramente desconocido que todavía no tenía nombre y era tan impalpable como el agua o el viento de los desiertos. Todos esos días anduvo atrapado por la obsesión de intercambiar aunque sea unas palabras con ese muchacho que a veces giraba lentamente la cabeza en los comedores del hotel, mientras estaba rodeado de su familia, o que en las esquinas de las callejuelas de la ciudad desde lejos fijaba la vista en él, un hombre mayor, compositor y director de música, que siempre a partir de esas visiones descarnadas terminaba pasmado ante la súbita belleza del adolescente, y que luchaba contra sus propias convicciones que promovían en él sentimientos desgarrados y confusos como aquellos náufragos que se aferran en las noches borrascosas a cualquier tablón que se mueve furiosamente en la superficie del mar con el golpe de las olas tras el naufragio en una noche de luna llena y creen tener la certidumbre de que los acantilados de la supervivencia en tierra firme pueden aparecer en cualquier momento. “Tatzio”, murmuraba el profesor, “Tatzio”. Pero no era solo el padecimiento de una pasión encadenada por el peso de las costumbres lo que lo agobiaba. La falta permanente de aire, convivir diariamente con una sensación de ahogo, padecer los sudores fríos y los escalofríos constantes, su lento caminar por los pasadizos del hotel, sus inesperadas taquicardias y sus cambios súbitos de humor a lo mejor tenían un origen distinto a los estremecimientos propios del amor prohibido. La señal definitiva la obtuvo de los labios de un empleado bancario, a quien fue a visitar para cambiar su moneda extranjera por la divisa local. “He visto que están desinfectando la ciudad, pero nadie quiere decirme por qué”, se quejó el profesor. “Mire usted”, contestó el hombre, casi en secreto, mirando de un lado a otro del establecimiento, para cerciorarse de que nadie lo escuchara. “Aquí nadie quiere decir la verdad”, le confesó. Y mientras en la memoria de von Aschenbach desfilaban esas callejuelas oscuras rociadas por las noches con desinfectantes, el empleado comenzó a expresar la verdad que tanto temía. Explicó que se trataba del cólera asiático. El origen estaba en las aguas pestilentes del río Ganges, dijo. Según su versión, la peste se extendió primero al Indostán. De allí se propagó al este de China, llegando luego al oeste de Afganistán y Persia. La plaga se movió más tarde a lo largo de la ruta de la Gran Caravana, provocando terror en Afganistán y Moscú. Se esperaba que desde la capital rusa llegase por tierra hacia Europa, pero en su lugar, la plaga se propagó por mar desde los puertos sirios hacia Tolón y Málaga, y luego llegó a Palermo y Nápoles y muy pronto se instaló en Calabria. “El norte de Italia ya ha sido invadida, signore”, dijo el hombre. “Ahora, en esta ciudad, semana a semana hay más y más muertos”. Y en voz baja agregó: “Es imposible contar el número de muertos. En los hospitales, ya no hay ninguna cama disponible”, aseveró. Y después de un silencio, agregó: “El pueblo sabe esto”. Y mirando otra vez a su alrededor, dijo: “Están aterrorizados, pero nadie quiere hablar de esto”. “¿Y sabe por qué?”, le dijo al profesor, que escuchaba en silencio la larga perorata del empleado bancario. “Es el verano, es el turismo, signore”. “Esta ciudad sin turistas se muere”, concluyó. Cuando salió del local, Gustav von Aschenbach volvió a recorrer las calles de la ciudad invadida por los olores fétidos de los canales de agua. De regreso al hotel, volvió a sentir los ahogos en el pecho, los sudores fríos y un temblor imperceptible que primero desdibujaba la comisura de sus labios y luego se propagaba por todo su cuerpo, aunque su pensamiento, su vida entera, estaban poseídos por la imagen en movimiento de ese mozalbete corriendo en ropa de baño por las playas calurosas del último verano de su vida.
(Escenas de una de las obras maestras de Luchino Visconti, Muerte en Venecia, 1971, basada en la novela homónima de Thomas Mann, publicada en 1912).
Foto: www.vivovenetia.com