Si bien convencionalmente una economía entra en depresión si se mantiene en recesión por más de seis meses consecutivos, entre abril y julio la pandemia del Covid-19 ha generado una caída del PBI mundial tan abrupta, junto a cambios estructurales tan radicales en las fuerzas de oferta y demanda de diversos mercados, que se puede afirmar que la economía mundial ya está en depresión.
A pesar de su fulminante letalidad, el Covid-19 dejará más pobres que muertos, debido a la secuela estructural de la parálisis de ramas enteras de la actividad económica, lo que acarrea una destrucción a gran escala de activos tangibles e intangibles y un nivel de incertidumbre inédito sobre el futuro.
Encima, los gobiernos, las familias y las empresas quedarán sobre endeudadas. Los gobiernos han tenido que realizar grandes transferencias de ingresos a la población y a las empresas más vulnerables, para proteger su supervivencia y mitigar la pérdida de empleos con políticas monetarias expansivas y crediticias concesionales.
Sin embargo, este mayúsculo esfuerzo Keynesiano ha sido insuficiente. Ante paralizaciones drásticas de múltiples actividades económicas, el Keynesianismo quedó corto. Ya no estamos ante una simple recesión curable con políticas anti-cíclicas convencionales, porque no se afronta sólo un shock de oferta, sino uno de oferta y demanda en simultáneo, con desbalances de oferta y demanda intersectoriales y destrucción masiva de activos tangibles e intangibles.
El neoliberalismo (mercantilista), que proscribe todo tipo de intervención del Estado en la economía, adquiere en este contexto la apariencia de un tiranosaurio rex. Tanto así que muchos de quienes lo enarbolan desde las alturas del poder monopolista, a la hora de reclamar su ‘tajada del león’ de la ayuda estatal, en la práctica se han convertido al keynesianismo.
Sin embargo, dada la complejidad de los retos que plantea una economía postrada por la viralización de la parálisis y el confinamiento, no basta con aceptar esa intervención, sino en hacer que ella tenga un sentido activo y efectivo. Tiene que rendir en términos de reconstrucción desde los cimientos, desde la base de la pirámide económica y social, sin detenerse en la cosmética del statu quo. Sólo así se podrá restablecer el consumo mundial, duramente golpeado por el Covid-19, sin el cual no hay rumbo cierto para la inversión.
El ajuste tendrá que ser expansivo, planificado y redistributivo. Más que gastar más, importará más que nunca en qué gastar y el cambio estructural que se consigue con ello para restablecer el tejido competitivo de los pequeños negocios, que son el principal sustento del empleo, especialmente en los países en desarrollo.
También importará imaginarse formas creativas de financiamiento de ese ajuste expansivo. En el caso de Perú, por ejemplo, ello implica tener que revisar el principio de subsidiariedad del Estado establecido en el capítulo económico de la Constitución, que restringe su participación en emprendimientos estratégicos de alta rentabilidad, como podría ser la producción de litio en el yacimiento de Macusani en Puno, que es el más grande del mundo, y está llamado a ser el principal abastecedor de ese nuevo ‘oro blanco’, necesario para producir las baterías del nuevo parque automotriz eléctrico mundial, que se viene con todo. Qué feo sería que esta riqueza terminara siendo virtualmente ‘regalada’, como sucedió con el gas de Camisea, que ni siquiera le ha rendido regalías simbólicas al Perú.
Porque los enormes déficits fiscales generados por el intervencionismo anti Covid-19 no podrán ser cubiertos a punta de ajustes contractivos post pandemia, si es que se quiere evitar más recesiones. Los millones de pobres nuevos, sumados a los ya existentes, no soportarán seguir pagando los platos rotos, ni tampoco los pedazos de platos rotos podrían volver a restituirse para dejar tranquilos a los no pobres.
Ante una situación de peligro así de grave, recobra importancia lo público frente a lo privado, la gobernanza global frente al autarquismo estatal, el valor de reducir al máximo la existencia de segmentos sociales y de empresas en sobrevivencia bajo condiciones de vulnerabilidad extrema, y la función planificadora del Estado para resolver problemas con efectividad, como la miseria de la sanidad pública y los servicios básicos.
La velocidad y sostenibilidad de la salida de la depresión no dependerá tanto de la magnitud del gasto anti-cíclico sino de la capacidad de los Estados de cooperar para corregir en conjunto sus ineficiencias y las enormes y persistentes brechas económicas y sociales pre pandemia. Y esta tarea titánica demandará un esfuerzo planificado de al menos 5 años. Un mega “Plan Marshall para la Reconversión Inclusiva de la Economía Global”, llamado a movilizar a un ejército de expertos planificadores interconectados a escala global.